Estaba como un flan. Después de tres meses sin ver a mi chico, por fin había llegado el momento de reencontrarnos!!! Tras 13 horas de vuelo interminables, sin dormir un solo minuto, escuché el sonidito de desabrocharse el cinturón y practicamente salté de mi asiento.
Después de esperar toda la cola para salir del avión, esperar otra cola para pasar el control de policía, abrirme hueco entre 300 personas agolpadas en las cintas de maletas para coger la mía, ir al baño a dejar una manzana que no me había comido en el viaje, ya que Matías me había dicho que ponían multas de hasta 100$ si te pillaba la aduana agrícola de la puerta!! Y oye, soy defensora de la comida sana y tal, pero prefería guardar ese dinero para la pelu… xD; Ya por último, aguardé la cola para pasar la aduana y por fin se abrieron las puertas para salir.
Eché un vistazo rápido a los lados. Me latía el corazón que me iba a estallar! Estaba dopada de emoción, de amor y, por qué no decirlo, de un miedo irracional de si no habría venido a buscarme… Pero de repente, sobresaliendo entre otras 50 cabezas chilenas (nota del autor: la media de altura en Chile no es la de Suecia, vamos!) allí estaba. Con una rosa en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. Él es el jugador de rugby y, sin embargo, la que iba placando a los pobres chilenos que esperaban a sus familias era yo. Llevaba la maleta casi tan desbocada como mi cerebro. Di un salto y me “Koalé” a su cuerpo como si fuera el último eucalipto de la tierra. Fue un momento único.
Al salir del aeropuerto, me recibió un cálido abrazo de los últimos coletazos del verano chileno. Me metí en el coche y sentí cómo rondaban dos pensamientos por mi “ajetlagada” cabeza: el primero, que estaba profunda, alocada e irremediablemente enamorada de mi chico y el segundo, me iba a pegar una siesta de esas que hacen historia! (Y dejan marcadas las almohadas de por vida…).
Sin embargo, Matías tenía otros planes:
-Tengo que ir a ver a un cliente… Me acompañas o prefieres que te lleve a casa y me esperas allí?
Sabía de sobra qué le iba a contestar, así que fue más bien una pregunta retórica. Me extrañó un poco que tuviera que trabajar un sábado, pero tampoco le di demasiadas vueltas.
El viaje en coche duró una media hora. Le veía intranquilo, nervioso. Recuerdo que pensé: “madre mía! Como se toma de en serio este chico su trabajo!”. Estaba como loco por llegar puntual. Y de repente, cuando estábamos en medio de la nada, hectáreas de terreno al aire libre, con sólo una oficina y una especie de bunker enorme, me dijo:
-Aquí es.
Aparcó y nos bajamos.
Un chico salió a su encuentro. Se saludaron cortesmente, me presentó y se pusieron a hablar de negocios. Yo estaba aún medio aplatanada. Mi cuerpo estaba allí, pero mi cabeza estaba en stand by. Así que, cuando salieron de detrás de un seto donde estaban escondidos mis cuñados al grito de: “SORPRESA!!! NOS TIRAMOS EN PARACAÍDAS”, no fui capaz de procesarlo.
“Que qué?? Que nos vamos a tirar de dónde?? Y un carajo!!!!!”. Por fin!!! Mi cabeza volvía a responder a estímulos. Sólo veía sonrisas y nervios a mi alrededor y a Matías, diciéndome “feliz cumpleaños”. Feliz cumpleaños?? Y quieres matarme??? Pues vaya muestra de amor la tuya, carajo!!
Pero como ya tenía cierto entrenamiento en este tipo de situaciones gracias a tanto libro de coaching que me había leído, empecé a hacerme las preguntas mágicas para vencer el miedo.
– A ver, Ale, ¿Qué es lo peor que te puede pasar? Que la palme…
Mierda, mierda, mierda…. Esto no funciona aquí!!! Pues sí que estamos buenos…
Vi a mi alrededor y sólo había chicos vestidos con monos ajustados y envolviendo cuidadosamente cada paracaídas en su mochila para volver a tirarse de nuevo. Eran los que más veces se habían tirado y los que menos cara de miedo tenían. Eso me dio tranquilidad. Lo siguiente que me tranquilizó fue saber que el chico con el que me iba a tirar, que era el dueño de aquel lugar, se había tirado (atentos al dato…) 9000 VECES. 9000 veces!!! Pues ya sería mala ostia que justo no se le abriese el paracaídas en la 9001, no??
Y por último, lo que me convenció 100% era que siempre había querido tirarme. Siempre me han dado un cague tremendo las montañas rusas y la sensación de vacío, pero admiraba la valentía de ser capaz de enfrentarse a los miedos, incluso al miedo a la muerte! Pensaba que, una vez que me tirara, sería libre para siempre. Porque, si ya no temes perder la vida, a qué le vas a temer entonces??
Nos subimos a la avioneta. Sólo contaba con dos bancos longitudinales y paralelos el uno al otro y nos subimos ocho personas, los tres paracaidistas experimentados, un par de camarógrafos (los que te sacan las fotos durante la experiencia) y los tres valientes que nos íbamos a bautizar en el aire.
Yo no paré de hacer chistes durante el viaje. La verdad es que, una vez que me subí al avión, pasó algo fascinante. Tal vez por el espacio reducido del avión, tal vez por el sueño que tenía, o puede que por la inconsciencia que rige mi vida, el miedo se quedó en tierra. Os parecerá increíble, pero os prometo que no sentí NADA de miedo. Cero.
Y mientras iba pensando en esto, sonó un ruido atronador y empezó a movérseme el pelo a lo loco. Había llegado el momento. La puerta del avión, abierta. Invitando al primer valiente a hacer de tripas corazón y estrenar la proeza. Nunca olvidaré la forma en que el paracaidista desapareció de mi vista. Salió por la puerta de un salto, escuché algo que me pareció una ráfaga de viento algo más brusca y, simplemente, se desvaneció. Como por arte de magia. Nada por aquí, nada por allá. Bueno, miento. Sí que había algo. Era la cara de Matías, consternado, porque lo había visto en la butaca del palco principal (iba a ser el primero en tirarse). Pude hasta oír sus tripas encogiéndose, abrazándose al corazón y gritándole: “Pero qué coñoooooo!!!!!”.
Matías y su instructor se acercaron a la puerta. Escuché el famoso: una, dos y… El tres ya no lo escuché. Se lo debió de llevar el viento, como a mi chico que, como pasó con el anterior, desapareció en una milésima de segundo.
-Es nuestro turno!-Me dijo una voz detrás de mí.
Así que me levanté y me dirigí hacia la puerta, con pasitos de pingüino. Era lo suficientemente alta como para que no pudiera estar de pie pero, creo fielmente que, aunque pudiera, mis rodillas no lo habrían permitido. Eché un vistazo. Estábamos a 2000 metros de altura. Joooodeeeeeer….. Esto era real. Me iba a tirar al vacío!!! Y antes de que pudiera pensar en nada más, escuché la temible cuenta atrás: una, dooooos y……
Fuuuum! Sentí como mi cuerpo se quedaba ingrávido, sin peso. El viento golpeaba mi cara y apenas podía abrir los ojos. Cuando por fin lo conseguí, me vi sobrevolando los Andes, el Océano Pacífico al fondo y me olvidé de todo. Estaba volando!!! Abrí los brazos y me sentí libre, capaz de todo. Casi podía sentir como mi corazón golpeaba mis costillas saltando de emoción.
Fueron dos minutos que pasaron como un pestañeo, pero cambiaron mi vida. Lo había conseguido. Había superado tanto a mi miedo que sabía que, a partir ahora, sería él el que me temería a mí porque se había dado cuenta de que, cuanto más esfuerzos hiciera él por frenarme, más ganas le pondría yo para vencerle. Y desde entonces sigue ahí, a mi lado, pero con la boca pequeña. Tenemos una buena relación donde ya no me obliga a hacer nada, sino que me sugiere alguna opción que otra y la que decide soy yo. Y soy libre para hacer. Y soy libre para ser. Y por fin, SOY.
“Pensar no hará que superes el miedo; La acción lo hará”
W. Clement Stone
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